Como una metáfora de su propia vida, Agnès Beaumont, o Inés Belmonte, como era conocida en la ciudad de Melilla, escribe sus memorias y su testamento ológrafo en un libro de contabilidad de tapas negras y cantos anaranjados, repartiendo episodios de su vida entre las columnas del “debe” y el “haber”, contabilizando sus pérdidas y sus ganancias personales. El libro se cierra en 1959 y han de pasar muchos años hasta que vea de nuevo la luz de forma casual. Nadie conocía su existencia.
Así comienza la novela de Dolores García Ruiz, La reina del azúcar, con el hallazgo de ese libro perdido entre los documentos reservados del archivo militar de la Comandancia de Melilla. El comandante Fonseca, militar y responsable de la desclasificación de documentos en la Comandancia no puede resistirse a la lectura de la vida de esa desconocida, convirtiéndose en cómplice de sus secretos. Sospecha, en un primer momento, que puede tratarse de un texto encriptado y una vez descartada esa posibilidad, lo entrega en el juzgado donde el juez Prieto se sentirá igualmente hechizado por ella. Ambos se hacen las mismas preguntas: ¿Quién era esa mujer?, ¿por qué sus memorias y su testamento aparecen en un archivo militar?, ¿cómo llegaron allí?.