Miles de fieles católicos le rezaban fervorosamente, elevando oraciones, la voz baja y monocorde, a la luz de las velas. Su rostro, de bello e injusto mártir –ojos profundos, labios carnosos, pelo y barba salvajes– copaba estampitas y postales, que se repartían a la salida de la misa diaria en las parroquias turolenses. Todos besaban la imagen de quien Juan Pablo II había nombrado beato en el año 1995, por haber sido una penosa víctima del bando republicano al estallar la Guerra Civil Española. Y, sin embargo, sin saberlo, sus acólitos suplicaban favores a un beato apócrifo.